jueves, 9 de mayo de 2013




EL ALMA HUMANA

Preciosa y delicada es el alma humana, broto de los labios divinos como soplo suavísimo, se limpia y hermosea con la sangre divina de Jesús, y esta destinada a unirse con Dios mismo, a entrar en el gozo del Señor, a participar de la vida divina en el Misterio inefable de la Trinidad Beatísima.

Para santificar a las almas se necesita la sabiduría de Dios que realizo la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María Inmaculada, la fortaleza del dolor que produjo el misterio del Calvario, la fuerza del amor que modelo el prodigio de la Eucaristía.

La acción de Dios en la santificación de cada una de las almas es también una maravilla de fuerza. Que poder para arrancarnos del pecado, que potencia la del amor que nos llama para que entremos en la tierra misteriosa de la visión divina, que virtud es precisa para clavarse con Cristo en la Cruz para lograr la santidad. Para que seamos santos es indispensable todo el poder de la diestra omnipotente.

Los ángeles y nosotros tenemos idealmente el mismo destino de perfección, pero los caminos son distintos. Para ellos vasta el vuelo de una intuición y la fuerza de un acto d amor. Para nosotros hay un camino lleno de rodeos, de tentaciones y miserias, Que prodigios de fuerza son necesarios para atar la inconstancia del espíritu,  siempre inquieto, y para aprisionar el voluble corazón, y para domar la voluntad rebelde y levantar del cieno nativo la carne baja y grosera.

 Y quien fuera a pensarlo, mas que fortaleza hace falta a las almas suavidad para alcanzar la santidad, Suavísima es la acción de Dios en sus santos. ¡como respeta nuestra libertad!, ¡como condesciende con nuestra flaqueza!, No corre, no salta, no violenta- Dios va preparando suavemente su obra sin que le canse nuestra inconstancia, sin que le desalienten nuestras caídas, ni transtornen sus eternos designios las complicadas vicisitudes de la vida humana.

Suavidad falta a las almas ansiosas de santidad que quisieran alcanzarla de un salto, Ignorantes u orgullosas no  han alcanzado el secreto de la suavidad. A la santidad se llega por caminos sembrados de imperfecciones que hay que tolerar humildemente. Cuando cae el alma no se la levanta con violencia, sino se coloca dulcemente en las manos de Dios por medio de la Humildad y la Confianza. Dios no pide la perfección de nuestra conducta, sino la perfección de nuestro corazón, como lo enseña admirablemente el dulcísimo San Francisco de Sales.

El alma es delicada, como imagen de Dios, como soplo del Altísimo, que sele trate como es debido para que apoyada con energía y suavidad suba las regiones santas para las que nació. Suba al Seno de Dios que es la Fuerza infinita y la infinita Suavidad.

Con mucha frecuencia lo que más necesitan las almas es suavidad, mucha suavidad, una divina suavidad.  Pero no me preocupo tanto por la falta de suavidad con los demás, porque es un mal menor, y su raíz esta en otra dureza, la dureza contra nosotros mismos.
Sin duda en esa dureza puede haber algo de atávico, algo de idiosincrasia fruto del carácter, de la educación, del recuerdo de algunas faltas.

Pero no pienso que esto sea la causa mas honda de nuestra dureza contra nosotros mismos y por lo mismo con los demás. ¡Cuantos son duros consigo mismos porque se olvidan de que son hombres!. Sus miserias les inspiran deprecio por si mismos y ese desprecio produce esa violencia que lastima el alma.

La verdadera reacción contra las miserias es la divina reacción de Jesús. El veía en las almas junto con la desastrosa acción humana, la grandiosa acción divina.  La Misericordia. El amor que se abaja para curar dulce y fuertemente.

La misericordia vive en la Verdad. Sabe que las miserias son patrimonio de nuestra pequeñez. Que deben curarse pero no con violencia.

La dureza procede de una vista incompleta de las cosas, de una apreciación falsa y quizá en el fondo esta escondido un orgullo secreto. No, Jesús trataba bien a los miserables y a los pecadores por la profundidad de su mirada y por el amor de su Corazón.
En cierta ocasión, un sacerdote con problemas de Identidad Sacerdotal busco a la Madre Teresa de Calcuta para que lo ayudara. Cuando lo recibió le expuso por veinte minutos cuantos problemas le aquejaban. La madre con la cabeza baja lo escucho hasta que termino de hablar, levanto la cara, lo miro a los ojos y le dijo. Padre, le faltan dos cosas. Una hora de adoración al Santismo cada día,  y tratar a bien a los demás.

El hablaba de la tierra, Ella del Cielo.  El que tenga oídos para oír que oiga.

Nada somos, nada sabemos, nada podemos. Cuando perdamos la ilusión de que valemos algo y nos arrojemos sin reserva en el Seno de la divina Bondad, entonces entraremos en el camino de la santidad y de la paz.
¡Que las almas se abran de par en par a la santa Esperanza!. ¡ que aspiren sin temor a una santidad muy alta y muy oculta que Jesús quiere de ellas!. ¡Las ama tanto!. Y le duele que las almas no crean en su amor como El quisiera. Sufrir y sacrificarse por amor y con ilusión es sacrificarse con suavidad!.



El cielo
Vi una innumerable multitud de santos en infinita variedad, siendo sin embargo una sola cosa en cuanto a lo interior de su alma y en su modo de sentir. Todos vivían y se movían en una vida de alegría y todos se penetraban y se reflejaban los unos en los otros. El espacio era como una cúpula infinita, llena de tronos, jardines, palacios, arcos, ramilletes de flores, árboles, todo unido con caminos y sendas que brillaban como el oro y las piedras preciosas. Arriba en el centro había un resplandor infinito: el trono de la divinidad.


Todos los religiosos estaban juntos según su Orden y dentro de él se hallaban colocados más o menos altos según habían sido sus vidas? Los jardines eran indeciblemente hermosos y resplandecientes? Todos cantaban una hermosa canción y con ellos cantaba también yo. Entonces, miré a la tierra y la vi yacer entre las aguas a modo de una pequeña mancha. Todo lo que había en torno mío me parecía inmenso. ¡Ah, es tan corta la vida! ¡Llega tan rápidamente su fin! Pero es tanto lo que se puede ganar en poco tiempo, que no me atrevo a entristecerme. Con gusto, quiero aceptar todas las penas que Dios me envié.

Ciertamente, la vida es tan corta que vale la pena aprovechar bien el tiempo y vivir para la eternidad. El cielo nos espera. Dios, como padre amoroso, nos espera con los bravos abiertos para darnos una felicidad sin fin. El cielo será la plenitud de la felicidad, la felicidad colmada, donde todos hablaremos el lenguaje del amor. Ahora bien, no todos serán igualmente felices. Nuestro cielo será tan grande como la medida de nuestro amor. Por tanto, lo importante es aprovechar bien el tiempo para crecer cada día en el camino del amor, para tener cada día más capacidad de amar, ya que según esa capacidad seremos más o menos felices en el cielo.

No nos cansemos nunca de amar, de hacer el bien, de servir, porque como decía san Agustín, la medida del amor es amar sin medida -

Constituye la esencia misma de la Vida Cristiana y de la perfección. La Perfección no es otra cosa que el amor, La Caridad, llevada a su perfección. Amar mucho, amar plenamente, amar con un amor puro, generoso, fecundo.
Cuando el Amor nos penetra, nos impregna y ha tomado posecion de todas nuestras facultades y de todo nuestro ser. Cuando ese amor viene a constituir nuestra única vida, entonces hemos llegado a la santidad.
Acá en la tierra El amor es una planta exótica, una planta de invernadero que necesita exquisitos cuidados para conservarse. Pero, gracias a Dios, por medio de Cristo, aquí también se desarrolla y crece y esparce sus perfumes, porque El Verbo de Dios lo trajo cuando vino a la tierra.

        
3. En este horizonte se comprende la invitación de Jesús de estar siempre preparados, vigilantes, sabiendo que la vida en este mundo se nos ha dado para prepararnos a la otra vida, con el Padre celeste. Y para esto hay siempre una vía segura: prepararse bien a la muerte, estando cerca de Jesús. ¿Y cómo estamos cerca de Jesús? Con la oración, en los sacramentos y también en la práctica de la caridad. Recordemos que Él está presente en los más débiles y necesitados. Él mismo se identificó con ellos, en la famosa parábola del juicio final, cuando dice: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era extranjero y me acogisteis, desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme. Todo lo que hicisteis con estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt25,35-36.40). Por tanto, un camino seguro es recuperar el sentido de la caridad cristiana y de la compartición fraterna, curar las heridas corporales y espirituales de nuestro prójimo. La solidaridad en compartir el dolor e infundir esperanza es premisa y condición para recibir en herencia el Reino preparado para nosotros.  Quien practica la misericordia no teme a la muerte. Pensad bien en esto. Quien practica la misericordia no teme a la muerte. ¿Estáis de acuerdo? ¿Lo decimos juntos para no olvidarlo? Quien practica la misericordia no teme a la muerte. Otra vez. Quien practica la misericordia no teme a la muerte. ¿Y por qué no teme a la muerte? Porque la mira a la cara en las heridas de los hermanos, y la supera con el amor de Jesucristo.
Si abrimos la puerta de nuestra vida y de nuestro corazón a los hermanos más pequeños, entonces también nuestra muerte se convertirá en una puerta que nos introducirá en el cielo, en la patria beata, hacia la que nos dirigimos, anhelando morar para siempre con nuestro Padre, con Jesús, María y los santos.

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Clausurado ya el Año de la Fe, hoy el santo padre ha finalizado con la serie de catequesis sobre el Credo, que a lo largo de estos meses, han hecho reflexionar a los fieles, frase a frase y concepto a concepto, la fe que profesan al recitar el Credo.
Hoy Francisco ha hablado de la 'resurrección de la carne'.
Deseo llevar a término las catequesis sobre el Credo, desarrolladas durante el Año de la Fe, que concluyó el domingo pasado. En esta catequesis y en la próxima quisiera considerar el tema de la resurrección de la carne, deteniéndome en dos aspectos tal y como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica, es decir, nuestro morir y resucitar en Jesucristo. Hoy me detengo en el primer aspecto, el “morir en Cristo”.
Ha subrayado de forma especial una frase 'quien practica la misericordia no teme a la muerte', por ello, ha invitado a los presentes a repetirlo con voz alta y con fuerza.
Queridos hermanos y hermanas:
Concluyendo ya las catequesis sobre el Credo, hoy quisiera detenerme en la "resurrección de la carne", y hablarles del sentido cristiano de la muerte y de la importancia de prepararnos bien para morir en Cristo.
Para quien vive como si Dios no existiese, la muerte es una amenaza constante, porque supone el final de todo en el horizonte cerrado del mundo presente. Por eso, muchos la ocultan, la niegan o la banalizan para vivir sin aprensión la vida de cada día.
Sin embargo, dentro de nosotros hay un deseo de vida dentro de nosotros, más fuerte incluso que el miedo a la muerte, que nos dice que no es posible que todo se quede en nada.  La respuesta cierta a esta sed de vida es la esperanza en la resurrección futura.
La victoria de Cristo sobre la muerte
 no sólo nos da la serena certeza de que no moriremos para siempre, sino que también ilumina el misterio de la muerte personal y nos ayuda a afrontarla con esperanza.
Para ser capaces de aceptar el momento último de la existencia con confianza, como abandono total en las manos del Padre, necesitamos prepararnos. Y la vigilancia cristiana consiste en la perseverancia en la caridad. Así, pues, la mejor forma de disponernos a una buena muerte es mirar cara a cara las llagas corporales y espirituales de Cristo en los más débiles y necesitados, con los que Él se identificó, para mantener vivo y ardiente el deseo de ver un día cara a cara las llagas transfiguradas del Señor resucitado.
Hermanos latinoamericanos. No olviden que la solidaridad fraterna en el dolor y en la esperanza es premisa y condición para entrar en el Reino de los cielos".
Queridos enfermos, ofreced vuestro sufrimiento para que todos reconozcan en la Navidad el encuentro del Cristo con la frágil naturaleza humana; y vosotros recién casado, vivid vuestro matrimonio como el reflejo del amor de Dios en vuestra historia personal".

   Hay una forma equivocada de mirar la muerte. La muerte nos afecta a todos y nos interroga de modo profundo, especialmente cuando nos toca de cerca, o cuando afecta a los pequeños, a los indefensos de una forma que nos resulta “escandalosa”. Siempre me ha afectado la pregunta: ¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren los niños? Si se entiende como el final de todo, la muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que rompe todo sueño, toda perspectiva, que rompe toda relación e interrumpe todo camino. Esto sucede cuando consideramos nuestra vida como un tiempo encerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos en un horizonte que va más allá de la vida presente; cuando se vive como si Dios no existiera. Esta concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo, que interpreta la existencia como un encontrarse casualmente en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero existe también un ateísmo práctico, que es un vivir sólo para los propios intereses y las cosas terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión errónea de la muerte, no tenemos otra opción que la de ocultar la muerte, negarla, o de banalizarla, para que no nos de miedo.

2. Pero a esta falsa solución se rebela el corazón del hombre, su deseo de infinito, su nostalgia de la eternidad. Y entonces, ¿cuál es el sentido cristiano de la muerte? Si miramos a los momentos más dolorosos de nuestra vida, cuando perdemos a una persona querida -los padres, un hermano, una hermana, un esposo, un hijo, un amigo– nos damos cuenta que, incluso en el drama de la pérdida, doloridos por la separación, surge del corazón la convicción de que no puede haber acabado todo, que el bien dado y recibido no ha sido inútil. Hay un instinto poderoso dentro de nosotros, que nos dice que nuestra vida no termina con la muerte. ¡Esto es verdad! ¡Nuestra vida no termina con la muerte!

Esta sed de vida ha encontrado su respuesta real y confiable en la resurrección de Jesucristo. La resurrección de Jesús no da sólo la certeza de la vida después de la muerte, sino que ilumina también el misterio mismo de la muerte de cada uno de nosotros. Si vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos capaces de afrontar con esperanza y serenidad también el paso de la muerte. La Iglesia de hecho reza: “Si bien nos entristece la certidumbre de tener que morir, nos consuela la promesa de la inmortalidad futura”. Una bonita oración de la Iglesia, esta. Una persona tiende a morir como ha vivido. Si mi vida ha sido un camino con el Señor, de confianza en su inmensa misericordia, estaré preparado para aceptar el momento último de mi existencia terrena como el definitivo abandono confiado en sus manos acogedoras, en la esperanza de contemplar cara a cara su rostro. Y esto es lo más bello que puede sucedernos, contemplar cara a cara el rostro maravilloso del Señor, verlo a él, tan hermoso, lleno de luz, lleno de amor, lleno de ternura. Nosotros vamos hacia allí, a encontrarnos con el Señor.







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